15 mayo 2006

Electricidades

Sacralidad, misticismo, matemáticas, cosmogonía, ocultismo, teosofía, son algunas de las entidades a las que el ser humano ha asociado la música desde el fondo de los siglos. La compleja cultura antigua del Asia la pensaba como un medio para aliviar a hombres y mujeres del peso y la corrupción del mundo. El Occidente medieval se apropió de ese legado, pero estableció la dicotomía entre los fines metafísicos y los aspectos físicos de la música, convirtiendo a la danza en un fenómeno más social que religioso. La llamada Edad de la Razón aportó otros ingredientes.

Tanto en Mozart como en Beethoven se advierten observancias matemáticas similares a las de Bach y hay evidencias de que ambos compositores tenían presente en su obra una suerte de numerología “mágica”, en parte derivada de los rituales francmasónicos. Ese tipo de especulación floreció en el Siglo de las Luces francés: teorías como las de Pere Castel (1688-1755), que recuperó la vieja doctrina de la música de las esferas y procuró investigar las relaciones entre las series armónicas audibles y el espectro solar visible, atrajeron a los filósofos racionalistas, tal vez porque la Iglesia las consideraba una herejía.

Antoine Fabre-d’Olivier (1767-1825) estimó que la música no era un arte de ritmos y sonidos, sino un código empírico que permitía leer el orden cósmico. Dio a los planetas correspondencias tonales -el do caracterizaba a Venus, el sí al maléfico Saturno- y construyó un esquema astrológicomusical que permitiría revelar la impronta celestial en los asuntos humanos. De poco le sirvió personalmente: unos meses después de completar su sistema murió de apoplejía.

El utopista Charles Fourier (1772-1837) fundó una cosmología en la urdimbre música-matemáticas que creyó “una síntesis para la humanidad en forma de Armonía Universal”. Más ambicioso que todos ellos fue Joseph Wronski (1776-1853), hijo del jefe de arquitectos del rey de Polonia, que imaginó una Ley de Creación y una Ley de Progresión .-”irrefutables”, dijo- sobre cuya base sería posible descubrir los patrones que rigen el universo entero. Sostuvo que los principios musicales existen a priori y que la melodía compendia los secretos del orden universal. Pero fracasó en su intento de combinar principios matemáticos incompatibles para explicar “el sentimiento de placer que el oído recibe de melodías y armonías”.

El interés por las ciencias ocultas que tuvo su boga a fines del siglo XIX desvió en Francia la búsqueda musical matemática hacia la teosófica. Compositores como LeSueur, el tutor de Berlioz, o Maurice Emmanuel, adoptaron un orientalismo servido por no pocos escritores contemporáneos en relatos y poemas empapados de mitología asiática. Ese exotismo híbrido conoció la modernidad con Debussy y Satie, que supieron yuxtaponer fragmentos armónicos y melódicos no relacionados y articular mística y matemáticas en su música. El hecho de que Satie desplegara con abundancia elementos cósmicos en Iglesia de uno (él mismo), composición en que sopla un fuerte viento de doctrina rosacruz, no quita que su Misa de los Pobres,por ejemplo, deba más a viejos modelos matemáticos como la sección áurea que a una armonía funcional. Su contemporáneo Edgar Vares, que concebía la música como “cuerpos de sonido en el espacio”, sustituía a veces anotaciones musicales corrientes por términos alquímicos. La idea de la música como fuente de revelación -alquímica o cualquier otra- se muestra con fuerza en las obras músico-teatrales de Karlheinz Stockhausen, especialmente en Stimmung, compuesta en 1968, en la que el intérprete invoca nombres mágicos para disolver las fronteras de tiempo y espacio.

Es improbable que Beethoven haya leído a los ¿musicólogos? franceses, pero él también creía que “se necesita un ritmo del espíritu para asir la esencia de la música: porque la música nos concede el atisbo de sentimientos celestiales”, escribió a la escritora alemana Bettina Brentano. Y más: “La semilla necesita de la tierra húmeda, eléctrica, cálida, para germinar, para expresarse. La música es la tierra eléctrica en que el espíritu florece, vive, inventa. Cada pensamiento musical está íntimamente, indivisiblemente, relacionado con la armonía total, que es la Unidad. Todo lo que es eléctrico estimula en la mente la creación fluida, anhelante, musical. Yo soy eléctrico por naturaleza”.

Llama la atención que Beethoven recurriera para describirse a la electricidad, materia bastante incomprendida por entonces. Quizás hablaba de otra cosa, que los teóricos aún están por descubrir: la causa de las emociones que la verdadera música despierta, una causa .-ésa sí- que pertenece al reino de lo oculto.


(escrito por Juan Gelman, Página 12, 13/07/2000)

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