Los cantos de María Sabina hacen las veces de tambor chamánico, lo cual no excluye que María recurra ocasionalmente al empleo de elementos percutidos.
Las imágenes dispersas, ondulantes, soberanamente imprecisas del éxtasis, parecen ordenarse y cobrar un sentido gracias a sus cánticos. En mi tercera experiencia, recuerdo que saliendo del trance, después de un silencio, María cantó de nuevo y creó una melodía de tal suavidad, tan incitante -cada sonido abría mi carne, saturándola de una infinita complacencia- que al terminar, como si se tratara de un concierto ejecutado con mano maestra, grité sin poder contenerme: -¡Bravo, María!.
Heim, hablando del poder de los hongos, dice que ellos levantan el silencio. Hay entre el oído y el mundo de los sonidos un velo de silencio, como existe entre la luz y el ojo una atmósfera que absorbe los rayos de longitud de onda demasiado larga o demasiado corta. Los hongos descorren ese velo. Los sonidos adquieren una vibración peculiar; el mundo sordo recobra la plenitud de su orquestación y las más leves entonaciones de la voz, los roces más imperceptibles, se escuchan magnificados, traspuestos a un plano que ya no es el habitual, como si desaparecida la atmósfera terrestre a nuestros ojos les fuera dable contemplar sin daño la corona solar de rayos X.
El mundo se hace melodioso o nosotros recobramos el oído perdido. Idioma de la divinidad. Andantes eternos. Silencios tan perfectos como la misma melodía.
(Extractado del libro Antología - Los Indios de México, de Fernando Benítez)
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