Lo que vemos suena.
Una roca quizás parezca dormir frente a nuestros ojos, pero tiene un soundtrack. La rodea el viento, las hojas de los árboles sacudidas, alguna sirena lejana.
El sonido puede ser el movimiento del objeto. Pero también su entorno percibido.
De alguna forma nuestras pupilas son los lentes de una cámara que filma constantemente, y la vida puede verse como una larga película en la que interactuamos. Extraño y magnético juego acompasado por una banda sonora de ambientes, escenarios en los que entramos y salimos constantemente.
La realidad alterna sonido y silencio burlonamente al ritmo de un planeta que gira y recorre su órbita sin detenerse.
Esos fotogramas de los cuales somos testigos son fuentes de información. Latimos, marcamos el paso y creamos parte de lo impregnado, lo vivido que nos alcanza y golpea suavemente en la memoria.
Participamos de un mandato de la naturaleza, la matriz que es ley.
Lo que captamos con los radares de nuestros sentidos son mensajes en tránsito llenos de alertas y señales. Formas que aparentan descansar en nuestra forma, pero que también fluctúan en imponente intercambio.
La imagen es presencia que roza al silencio.
Se mueve e impulsa un cambio.
Es imposible no descubrir que somos testigos de una permanente mutación. Y entretanto también mutamos.
Resulta un tanto extraño darnos cuenta que en el proceso tenemos encendida la capacidad del deleite.
Si bien las autopistas líquidas que interconectan la totalidad de nuestro cuerpo transportan múltiples símbolos que producen una fatigante actitud de maestro y discípulo simultáneamente, el sistema ha previsto una función complementaria que considera un remanso, una sensación gratificante de satisfacción generada por el acto de percibir.
El hábitat se dibuja rodeándonos. Nos alcanza y se deja alcanzar.
Entonces entra la emoción. La reacción ofrecida ante el paisaje que nos participa.
Mientras la escena llena nuestros ojos y se interna con su eco sonoro en nosotros, el cuerpo responde vibrando, emparejándose con el ritmo inmigrante.
El cuerpo esponja se transforma en diferentes espejos y entona su personal diálogo con la existencia.
Una roca quizás parezca dormir frente a nuestros ojos, pero tiene un soundtrack. La rodea el viento, las hojas de los árboles sacudidas, alguna sirena lejana.
El sonido puede ser el movimiento del objeto. Pero también su entorno percibido.
De alguna forma nuestras pupilas son los lentes de una cámara que filma constantemente, y la vida puede verse como una larga película en la que interactuamos. Extraño y magnético juego acompasado por una banda sonora de ambientes, escenarios en los que entramos y salimos constantemente.
La realidad alterna sonido y silencio burlonamente al ritmo de un planeta que gira y recorre su órbita sin detenerse.
Esos fotogramas de los cuales somos testigos son fuentes de información. Latimos, marcamos el paso y creamos parte de lo impregnado, lo vivido que nos alcanza y golpea suavemente en la memoria.
Participamos de un mandato de la naturaleza, la matriz que es ley.
Lo que captamos con los radares de nuestros sentidos son mensajes en tránsito llenos de alertas y señales. Formas que aparentan descansar en nuestra forma, pero que también fluctúan en imponente intercambio.
La imagen es presencia que roza al silencio.
Se mueve e impulsa un cambio.
Es imposible no descubrir que somos testigos de una permanente mutación. Y entretanto también mutamos.
Resulta un tanto extraño darnos cuenta que en el proceso tenemos encendida la capacidad del deleite.
Si bien las autopistas líquidas que interconectan la totalidad de nuestro cuerpo transportan múltiples símbolos que producen una fatigante actitud de maestro y discípulo simultáneamente, el sistema ha previsto una función complementaria que considera un remanso, una sensación gratificante de satisfacción generada por el acto de percibir.
El hábitat se dibuja rodeándonos. Nos alcanza y se deja alcanzar.
Entonces entra la emoción. La reacción ofrecida ante el paisaje que nos participa.
Mientras la escena llena nuestros ojos y se interna con su eco sonoro en nosotros, el cuerpo responde vibrando, emparejándose con el ritmo inmigrante.
El cuerpo esponja se transforma en diferentes espejos y entona su personal diálogo con la existencia.
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