El chamán cargó la pipa, sopló la epena en mi fosa nasal derecha y luego repitió la operación en la izquierda. Presentí que las dosis que estaba utilizando eran más suaves que lo acostumbrado y que estaba soplando con menos ímpetu. A pesar de eso, el alucinógeno comenzaba a hacer efecto.
- Más -repetí.
Quería que la experiencia fuese completa. Para ese entonces mis sentidos estaban seriamente alterados. El oído se había agudizado: era como si pudiese oír todo lo que acontecía en el shabono (el shabono es una gran choza o vivienda comunal que consiste en una enorme construcción cuyo tamaño equivale a la mitad de un campo de fútbol. En el centro se encuentra un espacio abierto denominado plaza central, desde donde puede verse el cielo).
Mi campo visual se había expandido en forma considerable: era como mirar el mundo a través de un gran angular. En los bordes de mi campo visual, las diminutas figuras comenzaron a bailar.
El chamán tomó el tubo de nuevo y recibí varias dosis más, cada una más fuerte que la anterior. La última dosis volvió a echarme hacia atrás y quedé tendido en el piso.
Si bien me hallaba muy relajado, estaba completamente alerta. Era como si me estuvieran tironeando del corazón y la cabeza en dos direcciones al mismo tiempo.
Después de varias dosis más (también algunos indígenas habían comenzado a someterse al efecto de la sustancia) sentí que estaba adquiriendo mayor conciencia del mundo que se hallaba más allá del shabono. Al principio me había preguntado por qué los yanomamos dejaban una abertura en el techo de su vivienda; ahora le encontraba sentido: desde todos los rincones del shabono se podía apreciar el cielo azul del trópico.
A la distancia oí un cocodrilo gigante deslizarse hacia el agua desde la orilla en busca de alimento; en las colinas, hacia el este, varios gallos de roca machos intentaban atraer a las hembras con sonidos característicos; una enorme águila arpía volaba bajo la bóveda en busca de monos capuchinos, y un jaguar lanzaba profundos rugidos guturales.
Hacia el norte, podía oír cómo las aguas lejanas del Orinoco fluían en dirección a los rápidos en su camino a la costa.
Hacia el sur, percibía el sonido de las gotas de lluvia contra el follaje que cubre las montañas de la frontera con Brasil.
Luego mi atención volvió a concentrarse en las imágenes. Las diminutas figuras que aparecían en los bordes de mi campo visual se multiplicaban mientras bailaban a un ritmo cada vez más rápido. Traté de ver mejor, pero era como estar de espaldas a un espejo e intentar darse vuelta con suficiente rapidez como para verse la nuca: cuando uno mira, la imagen ya no está. Le pregunté al chamán quiénes eran las diminutas imágenes.
- Son los hekura -respondió-, los espíritus de la selva.
(extractado del libro “Aprendiz de chamán”, del etnobotánico Mark J. Plotkin)
- Más -repetí.
Quería que la experiencia fuese completa. Para ese entonces mis sentidos estaban seriamente alterados. El oído se había agudizado: era como si pudiese oír todo lo que acontecía en el shabono (el shabono es una gran choza o vivienda comunal que consiste en una enorme construcción cuyo tamaño equivale a la mitad de un campo de fútbol. En el centro se encuentra un espacio abierto denominado plaza central, desde donde puede verse el cielo).
Mi campo visual se había expandido en forma considerable: era como mirar el mundo a través de un gran angular. En los bordes de mi campo visual, las diminutas figuras comenzaron a bailar.
El chamán tomó el tubo de nuevo y recibí varias dosis más, cada una más fuerte que la anterior. La última dosis volvió a echarme hacia atrás y quedé tendido en el piso.
Si bien me hallaba muy relajado, estaba completamente alerta. Era como si me estuvieran tironeando del corazón y la cabeza en dos direcciones al mismo tiempo.
Después de varias dosis más (también algunos indígenas habían comenzado a someterse al efecto de la sustancia) sentí que estaba adquiriendo mayor conciencia del mundo que se hallaba más allá del shabono. Al principio me había preguntado por qué los yanomamos dejaban una abertura en el techo de su vivienda; ahora le encontraba sentido: desde todos los rincones del shabono se podía apreciar el cielo azul del trópico.
A la distancia oí un cocodrilo gigante deslizarse hacia el agua desde la orilla en busca de alimento; en las colinas, hacia el este, varios gallos de roca machos intentaban atraer a las hembras con sonidos característicos; una enorme águila arpía volaba bajo la bóveda en busca de monos capuchinos, y un jaguar lanzaba profundos rugidos guturales.
Hacia el norte, podía oír cómo las aguas lejanas del Orinoco fluían en dirección a los rápidos en su camino a la costa.
Hacia el sur, percibía el sonido de las gotas de lluvia contra el follaje que cubre las montañas de la frontera con Brasil.
Luego mi atención volvió a concentrarse en las imágenes. Las diminutas figuras que aparecían en los bordes de mi campo visual se multiplicaban mientras bailaban a un ritmo cada vez más rápido. Traté de ver mejor, pero era como estar de espaldas a un espejo e intentar darse vuelta con suficiente rapidez como para verse la nuca: cuando uno mira, la imagen ya no está. Le pregunté al chamán quiénes eran las diminutas imágenes.
- Son los hekura -respondió-, los espíritus de la selva.
(extractado del libro “Aprendiz de chamán”, del etnobotánico Mark J. Plotkin)
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