Me quedé pensando en la descripción que hice sobre los himnos y sus efectos, la introducción al Santo Daime a través de la incidencia del sonido y la ayahuasca, matizando los textos de los himnos con la pretensión de lograr un texto más “caliente”.
Fue fácil darme cuenta que omití involuntariamente hablar de mi experiencia personal. Quizás esa reticencia esté vinculada al hecho de proteger cada tema en una forma específica, priorizando un mensaje directo, simple e inspirador.
Pero si la idea es “involucrar” al lector de alguna manera -y en este caso estoy presentando una actividad en la que cualquiera puede probar o participar-, entonces también es útil que comparta algo de lo que haya vivido.
A veces, en estos temas de “exploración” visionaria, buscamos relatos de experiencias directas para ver de qué se trata y qué puede ocurrir. Es simple: si sabemos de antemano que al ingerir un Amanita Muscaria tendremos cierta euforia y deseo de actividad física, o que veremos las cosas agrandarse o achicarse en el estilo de Alicia en el País de las Maravillas, cuando esto suceda sabremos que no estamos locos y que el pánico no tiene cabida.
Pues bien, a continuación voy a ponerle palabras al relato de mi vivencia, ocurrida el 15 de abril de 2006, en Canelones, Uruguay.
Dejo en claro que, como no soy una enciclopedia ambulante ni es mi deseo explicarlo todo, me limitaré a forjar imágenes (y quedarán de lado referencias a cosas personales que tienen significado solo para mí):
Al rato de ingerir la bebida, me vino un mareo, una especie de estado “conquistador” de la cabeza que se instaló como una vincha apretada.
Una sensación de tener “algo más” allí. Eso desplazó los pensamientos lineales, los de siempre, y me transformé en una torre-observatorio con base en los ojos.
Gran mirador. Testigo.
Se siente esa fuerza que llega y se instala, amable pero sólida.
Luego todo comenzó a brillar, el blanco se tornó más blanco, y las luces realmente resplandecieron.
Las primeras figuras que ví fueron tréboles de cuatro hojas blancas y azules que se reproducían y explotaban, pero no violentamente. Parecían surgir de un geiser, cambiando de velocidades frente a la vista. Fue un placer. Se acercaron, se alejaron. Podía ver en un radio de 360 grados.
La profundidad de la imagen me hizo acordar a algunas visiones que he tenido, que en un pasado llamé “visiones 3D”. Digamos que ahora fue conocer al abuelo de todo ello. Como si antes hubiera visto una habitación oscura iluminada por una linterna. Y ahora prendiera la luz eléctrica y me dejara ver la totalidad del cuarto descubriendo los detalles.
Ese fue el principio, y con ello empecé a sonreir. Sentí que comenzaba bien.
Luego los colores se desplegaron como ríos. Era una multitud ordenada que se presentaba desde diferentes formas. Pero sin abarrotarme. Todo parecía ir ordenado por turnos. El turno de los tréboles, el turno de las cortinas de acuarelas, el turno de los tejidos mayas vibrantes.
En un momento me dí cuenta que prevalecían los colores verde, amarillo y rojo, y me acordé de Bob Marley. Cataratas que recordaban a la bandera de Jamaica en movimiento. Pero las escalas de colores no se detuvieron ahí.
Movía la cabeza de izquierda a derecha para mirar todo. Canales de lava roja, siempre en movimiento, de los que surgían rostros, mujeres cargando sus hijos, animales, cosas que iban y venían. Nada me preocupaba, aún cuando aparecían formas más “diabólicas”, como seres con cuernos y rostros con expresiones peligrosas. Pensaba que al igual que los sueños, todo es una sustancia que lo compone y no me importaba si significaba “bueno o malo”. Era solo un espectador, lo sabía, y tomaba la circunstancia con desapego: el miedo no tuvo lugar, solo un estado de contemplación.
De vez en cuando, en forma recurrente, veía el puntillado que componía toda la escena, y me recordó a los miles de puntitos que se ven en la pantalla del televisor cuando uno se acerca demasiado. Son como pequeñas lamparitas de luz que componen todo. Las veía de cerca, de lejos, de diferentes ángulos, como si las dimensiones cambiaran todo el tiempo: 2D, 3D, 4D…
Hace mucho tiempo que vengo insisitiendo en percibir la textura de los elementos más allá de sus nombres o significados “humanos”. Y eso tuve: un banquete de “backgrounds”.
En determinado momento ví un ser barbado, con una larga barba gigante. Y de entre sus pelos asomó una serpiente que me miraba, pero no en forma inquisidora. Simplemente miraba. Era increíblemente grande. Le ví la piel cuando pasó a mi lado, y me detuve en la geometría de sus “escamas”.
Más colores, más puntos.
Mirando al cielo descubrí que contemplaba una “bóveda” estrellada, semejante a una cúpula inmensa. Mirando sus líneas -siguiéndolas con la vista- pude ver que se unían en un mismo punto, situado en lo más alto, y ese punto aparentaba ser el abdomen de una tarántula. Toda la escena se transformó en la visión de esa araña imponente cubierta de millones de pelos. Bastó mirar lo peluda que era para que surgiera una multitud de ojos y miembros peludos, marrones y negros, multiplicándose frente a mis ojos. Formaban un espiral exquisito de protuberancias, acercándose y tomando distancia en constante movimiento.
En la primera parte que escribí sobre los Hinarios del Santo Daime, trascribí un fragmento de un daimista porque coincido con su vivencia, y creo que supo explicarlo bien claro. Es sobre lo que ellos llaman la “miraçao”, que en realidad es el proceso que uno vive al tomar la ayahuasca:
Suavemente ella se instala y nos transporta al reino de las visiones. Progresivamente el nivel de la conciencia llega a lugares mas elevados, tanto individual como grupalmente.
Ese reservatorio común de energía psíquica y espiritual, lo denominamos “corriente”, que es quien sustenta el vuelo individual de cada uno en la miração y también la belleza del conjunto. Cuando eso ocurre, nuestro campo visual se altera, aparecen luces, imágenes, recuerdos, insigths y visiones. La intensidad del momento interior del viaje de cada uno se expresa en la fuerza de la corriente. Cualquier pestañeo de ojos altera el flujo de las imágenes y de las percepciones recibidas.
Es como si nuestra mente fuese un diafragma y regulase la entrada de toda aquella luz y un zoom nos aproximase desde los ángulos mas desconocidos del universo (Alex Polari en “Seriam os Deuses Alcalóides?”).
Pues bueno, luego de pasar la serpiente me quedé observando como cambiaba la paleta de colores dominantes, esta vez con forma de cortinas de aguas corrientes, hechas con rojos y celestes de tonos suaves, “aureados”, y de pronto detecté un cuadro en la pared, y le ví los brillos, saltantes, pero no supe de qué era el cuadro. Insistí en mirarlo y ver qué había pintado allí, pero solo veía una forma amorfa llena de brillos y tonos de color azul. Supe que al final de todo debía mirarlo y descubrirlo.
Eran los mismos brillos de seres y tubos que veía frente a mí, danzando, pasando, subiendo y bajando en tumulto. Brillos como si en lugar de sangre les corriera luz y sombras alternándose dentro de las figuras. Eran gente repleta de caños luminosos que iluminaban la sombra de su cuerpo.
Comprendí por qué los ayahuasqueros, como el peruano Pablo Amaringo, pintaban aquellos dibujos tan cargados de rayitas pegadas y colores: justamente eso es lo que se ve. Es la mejor descripción que conozco para “relatar” lo que se ve.
A partir de allí empecé a ver los cuadros huicholes en movimiento, y cada línea de sus dibujos se iban iluminando, como si fluyera un líquido de luz blanca rellenándolos, dándoles vida temporalmente a sus líneas de color, intensificando zonas.
De pronto, como si se tratara de una película, me encontré mirando hacia arriba o abajo, para descubrir que hacia arriba veía las cuestiones más luminosas, celestes, reveladoras del mundo exterior, y al mover gradualmente la cabeza hacia abajo, veía para mis adentros sicológicos como si se tratara de tubos, de tráqueas inmensas que me llevaban hasta mí mismo. Si mantenía la mirada al frente, volvía al lugar en el que estaba, al presente. Pero al estar en el presente traté de mirar el cuaderno que tenía en las manos, que contenía las letras de los himnos que se estaban cantando: las letras comenzaron a despegarse del cuaderno, a elevarse por sobre el papel, y a medida que miraba el “despegue”, el papel vibraba a una velocidad totalmente extraña: vibraba tan veloz que parecía ir lento. Era como no tenerlo en la mano. No podía mirarlo como un objeto quieto. Parecía flotar y yo sostenerlo para que no se vuele.
Miré hacia arriba y empezaron a llover seres. Una especie de reptil gigante, cual dragón gordo y negro, empezó a escupir como ametralladora una fila interminable de “hijos” suyos, iguales pero chicos. Todos venían hacia mi cerebro. Repiqueteaban en mi cabeza que se iba yendo hacia atrás, resistiendo los empujones. Seguía sin miedo, aunque sentía un peso grande en la cabeza. Pero como vinieron se fueron.
Volví para adentro, y me descubrí.
Una actitud: el “qué” se veía de mí. Me ví la cara desde afuera. Cada gesto que esbozaba. Veía qué caras ponía, y apliqué todo lo que aprendemos para saber “quién” es el que miramos. Apliqué las reglas que uso para medir “quién y cómo” es el otro, y me ví a mí, por primera vez con ojos ajenos. Ví mi pobreza. No importaba mucho, pero como quien recibe una lección y por respeto la escucha, entendí claramente, sin culpa alguna, parte de lo que no me servía para funcionar a diario. Algunas veces, al mirar a los demás, me parecía captar qué los hacía pobres como personas (fácil verlo en cualquiera menos en uno mismo). Y al fin, pude verlo en mí. Simplemente mirándome, pero no desde detrás de los ojos, sino frente a frente. Otro yo flotaba ante mí, mirándome. En mi cara estaba todo. Comprenderlo hizo que se desprendiera y salí de mi propio gesto, el cual desapareció. Volví a mí.
Puse la atención en el ruido ambiental y escuché el sonido más surround que pudiera imaginar. Los suspiros de quien tenía a mi lado parecían los susurros de una criatura gigante, por la cual podría haberme cagado en los pantalones. Pero solo estaba una persona ahí, y en un momento vi toda su tristeza y su pesar (al otro día hablé por teléfono, le pregunté sobre ello y soltó una sincera confesión de dolor).
Cada raspaje estaba aumentado: el movimiento de una silla, pasos...los cantos…
Me dediqué un rato enorme a escuchar los cantos. Escucharlos…”verlos”…
Uno de los himnos se fue materializando: era una secuencia de escalones de un templo flotante, inmenso, lleno de luz, y al tiempo tomó la forma de un gigante plato volador…lleno de luces, desprendiendo chorros líquidos de luz.
La harmónica parecía un pájaro jugando, un arco iris danzante. Un animal que iba y venía gracioso, flotando frente a mí. El sonido tenía forma dorada, y parecía un pequeño dragón volador.
Capas de sonidos que llegaban unas tras otras, graciosas, amables y sobre todo luminosas.
Entonces la letra cantada cobró otro significado. Al principio estaba lejos de entender, ni siquiera me importaba mucho lo que decían, porque pensaba que era una guía especial para ellos, para el culto, pero de a poco me dí cuenta que sabían exactamente lo que estaba sucediendo, en una sintonía espeluznante con la experiencia. Yo estaba “por fuera” de lo más cristiano, pero aún en la abstracción, tanto cantar sobre estrellas, brillos, luces, astral…sentí que salí de mi cuerpo, y pasé a tener “cuatro ojos”. De nuevo parado frente a mí, flotando sobre mi cabeza, y un sentimiento enorme de compasión.
Llegó la última página del libro de los Hinarios, y en esa última estrofa, salí de la película sincrónicamente.
No se me fue el efecto de la fuerza, la luz dominante y el mareo, pero la película principal terminó.
A partir de ese momento, los otros cantos que siguieron -aparentemente improvisando un orden- sonaban “fríos” y no me acompañaban. Hubiera preferido que la ceremonia terminase allí.
Salí a mear y de pronto me dí cuenta que me mareaba…y me desmayé. Caí duro sobre el pasto. Cuando despertaba, por primera vez en mi vida no sabía quién era ni dónde estaba. Ni idea. Traté desesperadamente de recordar mi identidad, cuál era mi vida diaria. Porque sabía que en algún lado estaba esa respuesta pero no podía verla ni sentirla. Sacudí mi cabeza, me golpeé con las manos, me rasqué para tratar de sacarme de arriba ese estado de no saber (me acuerdo el desagrado, la necesidad de querer recordar y no poder).
Sentí una voz que me dijo: mirá hacia arriba, las estrellas, y todo se va a aclarar.
Levanté la vista, y toda esa falta de saber se cayó como una tela en el piso.
Vomité y me vino una diarrea urgente.
Guzmán, el fiscal, me acompañó al baño. Estaba tranquilo con su atento cuidado.
Luego empecé a recuperarme…entré al salón y miré el cuadro en la pared, el que no podía identificar: era la Virgen María.
Fue fácil darme cuenta que omití involuntariamente hablar de mi experiencia personal. Quizás esa reticencia esté vinculada al hecho de proteger cada tema en una forma específica, priorizando un mensaje directo, simple e inspirador.
Pero si la idea es “involucrar” al lector de alguna manera -y en este caso estoy presentando una actividad en la que cualquiera puede probar o participar-, entonces también es útil que comparta algo de lo que haya vivido.
A veces, en estos temas de “exploración” visionaria, buscamos relatos de experiencias directas para ver de qué se trata y qué puede ocurrir. Es simple: si sabemos de antemano que al ingerir un Amanita Muscaria tendremos cierta euforia y deseo de actividad física, o que veremos las cosas agrandarse o achicarse en el estilo de Alicia en el País de las Maravillas, cuando esto suceda sabremos que no estamos locos y que el pánico no tiene cabida.
Pues bien, a continuación voy a ponerle palabras al relato de mi vivencia, ocurrida el 15 de abril de 2006, en Canelones, Uruguay.
Dejo en claro que, como no soy una enciclopedia ambulante ni es mi deseo explicarlo todo, me limitaré a forjar imágenes (y quedarán de lado referencias a cosas personales que tienen significado solo para mí):
Al rato de ingerir la bebida, me vino un mareo, una especie de estado “conquistador” de la cabeza que se instaló como una vincha apretada.
Una sensación de tener “algo más” allí. Eso desplazó los pensamientos lineales, los de siempre, y me transformé en una torre-observatorio con base en los ojos.
Gran mirador. Testigo.
Se siente esa fuerza que llega y se instala, amable pero sólida.
Luego todo comenzó a brillar, el blanco se tornó más blanco, y las luces realmente resplandecieron.
Las primeras figuras que ví fueron tréboles de cuatro hojas blancas y azules que se reproducían y explotaban, pero no violentamente. Parecían surgir de un geiser, cambiando de velocidades frente a la vista. Fue un placer. Se acercaron, se alejaron. Podía ver en un radio de 360 grados.
La profundidad de la imagen me hizo acordar a algunas visiones que he tenido, que en un pasado llamé “visiones 3D”. Digamos que ahora fue conocer al abuelo de todo ello. Como si antes hubiera visto una habitación oscura iluminada por una linterna. Y ahora prendiera la luz eléctrica y me dejara ver la totalidad del cuarto descubriendo los detalles.
Ese fue el principio, y con ello empecé a sonreir. Sentí que comenzaba bien.
Luego los colores se desplegaron como ríos. Era una multitud ordenada que se presentaba desde diferentes formas. Pero sin abarrotarme. Todo parecía ir ordenado por turnos. El turno de los tréboles, el turno de las cortinas de acuarelas, el turno de los tejidos mayas vibrantes.
En un momento me dí cuenta que prevalecían los colores verde, amarillo y rojo, y me acordé de Bob Marley. Cataratas que recordaban a la bandera de Jamaica en movimiento. Pero las escalas de colores no se detuvieron ahí.
Movía la cabeza de izquierda a derecha para mirar todo. Canales de lava roja, siempre en movimiento, de los que surgían rostros, mujeres cargando sus hijos, animales, cosas que iban y venían. Nada me preocupaba, aún cuando aparecían formas más “diabólicas”, como seres con cuernos y rostros con expresiones peligrosas. Pensaba que al igual que los sueños, todo es una sustancia que lo compone y no me importaba si significaba “bueno o malo”. Era solo un espectador, lo sabía, y tomaba la circunstancia con desapego: el miedo no tuvo lugar, solo un estado de contemplación.
De vez en cuando, en forma recurrente, veía el puntillado que componía toda la escena, y me recordó a los miles de puntitos que se ven en la pantalla del televisor cuando uno se acerca demasiado. Son como pequeñas lamparitas de luz que componen todo. Las veía de cerca, de lejos, de diferentes ángulos, como si las dimensiones cambiaran todo el tiempo: 2D, 3D, 4D…
Hace mucho tiempo que vengo insisitiendo en percibir la textura de los elementos más allá de sus nombres o significados “humanos”. Y eso tuve: un banquete de “backgrounds”.
En determinado momento ví un ser barbado, con una larga barba gigante. Y de entre sus pelos asomó una serpiente que me miraba, pero no en forma inquisidora. Simplemente miraba. Era increíblemente grande. Le ví la piel cuando pasó a mi lado, y me detuve en la geometría de sus “escamas”.
Más colores, más puntos.
Mirando al cielo descubrí que contemplaba una “bóveda” estrellada, semejante a una cúpula inmensa. Mirando sus líneas -siguiéndolas con la vista- pude ver que se unían en un mismo punto, situado en lo más alto, y ese punto aparentaba ser el abdomen de una tarántula. Toda la escena se transformó en la visión de esa araña imponente cubierta de millones de pelos. Bastó mirar lo peluda que era para que surgiera una multitud de ojos y miembros peludos, marrones y negros, multiplicándose frente a mis ojos. Formaban un espiral exquisito de protuberancias, acercándose y tomando distancia en constante movimiento.
En la primera parte que escribí sobre los Hinarios del Santo Daime, trascribí un fragmento de un daimista porque coincido con su vivencia, y creo que supo explicarlo bien claro. Es sobre lo que ellos llaman la “miraçao”, que en realidad es el proceso que uno vive al tomar la ayahuasca:
Suavemente ella se instala y nos transporta al reino de las visiones. Progresivamente el nivel de la conciencia llega a lugares mas elevados, tanto individual como grupalmente.
Ese reservatorio común de energía psíquica y espiritual, lo denominamos “corriente”, que es quien sustenta el vuelo individual de cada uno en la miração y también la belleza del conjunto. Cuando eso ocurre, nuestro campo visual se altera, aparecen luces, imágenes, recuerdos, insigths y visiones. La intensidad del momento interior del viaje de cada uno se expresa en la fuerza de la corriente. Cualquier pestañeo de ojos altera el flujo de las imágenes y de las percepciones recibidas.
Es como si nuestra mente fuese un diafragma y regulase la entrada de toda aquella luz y un zoom nos aproximase desde los ángulos mas desconocidos del universo (Alex Polari en “Seriam os Deuses Alcalóides?”).
Pues bueno, luego de pasar la serpiente me quedé observando como cambiaba la paleta de colores dominantes, esta vez con forma de cortinas de aguas corrientes, hechas con rojos y celestes de tonos suaves, “aureados”, y de pronto detecté un cuadro en la pared, y le ví los brillos, saltantes, pero no supe de qué era el cuadro. Insistí en mirarlo y ver qué había pintado allí, pero solo veía una forma amorfa llena de brillos y tonos de color azul. Supe que al final de todo debía mirarlo y descubrirlo.
Eran los mismos brillos de seres y tubos que veía frente a mí, danzando, pasando, subiendo y bajando en tumulto. Brillos como si en lugar de sangre les corriera luz y sombras alternándose dentro de las figuras. Eran gente repleta de caños luminosos que iluminaban la sombra de su cuerpo.
Comprendí por qué los ayahuasqueros, como el peruano Pablo Amaringo, pintaban aquellos dibujos tan cargados de rayitas pegadas y colores: justamente eso es lo que se ve. Es la mejor descripción que conozco para “relatar” lo que se ve.
A partir de allí empecé a ver los cuadros huicholes en movimiento, y cada línea de sus dibujos se iban iluminando, como si fluyera un líquido de luz blanca rellenándolos, dándoles vida temporalmente a sus líneas de color, intensificando zonas.
De pronto, como si se tratara de una película, me encontré mirando hacia arriba o abajo, para descubrir que hacia arriba veía las cuestiones más luminosas, celestes, reveladoras del mundo exterior, y al mover gradualmente la cabeza hacia abajo, veía para mis adentros sicológicos como si se tratara de tubos, de tráqueas inmensas que me llevaban hasta mí mismo. Si mantenía la mirada al frente, volvía al lugar en el que estaba, al presente. Pero al estar en el presente traté de mirar el cuaderno que tenía en las manos, que contenía las letras de los himnos que se estaban cantando: las letras comenzaron a despegarse del cuaderno, a elevarse por sobre el papel, y a medida que miraba el “despegue”, el papel vibraba a una velocidad totalmente extraña: vibraba tan veloz que parecía ir lento. Era como no tenerlo en la mano. No podía mirarlo como un objeto quieto. Parecía flotar y yo sostenerlo para que no se vuele.
Miré hacia arriba y empezaron a llover seres. Una especie de reptil gigante, cual dragón gordo y negro, empezó a escupir como ametralladora una fila interminable de “hijos” suyos, iguales pero chicos. Todos venían hacia mi cerebro. Repiqueteaban en mi cabeza que se iba yendo hacia atrás, resistiendo los empujones. Seguía sin miedo, aunque sentía un peso grande en la cabeza. Pero como vinieron se fueron.
Volví para adentro, y me descubrí.
Una actitud: el “qué” se veía de mí. Me ví la cara desde afuera. Cada gesto que esbozaba. Veía qué caras ponía, y apliqué todo lo que aprendemos para saber “quién” es el que miramos. Apliqué las reglas que uso para medir “quién y cómo” es el otro, y me ví a mí, por primera vez con ojos ajenos. Ví mi pobreza. No importaba mucho, pero como quien recibe una lección y por respeto la escucha, entendí claramente, sin culpa alguna, parte de lo que no me servía para funcionar a diario. Algunas veces, al mirar a los demás, me parecía captar qué los hacía pobres como personas (fácil verlo en cualquiera menos en uno mismo). Y al fin, pude verlo en mí. Simplemente mirándome, pero no desde detrás de los ojos, sino frente a frente. Otro yo flotaba ante mí, mirándome. En mi cara estaba todo. Comprenderlo hizo que se desprendiera y salí de mi propio gesto, el cual desapareció. Volví a mí.
Puse la atención en el ruido ambiental y escuché el sonido más surround que pudiera imaginar. Los suspiros de quien tenía a mi lado parecían los susurros de una criatura gigante, por la cual podría haberme cagado en los pantalones. Pero solo estaba una persona ahí, y en un momento vi toda su tristeza y su pesar (al otro día hablé por teléfono, le pregunté sobre ello y soltó una sincera confesión de dolor).
Cada raspaje estaba aumentado: el movimiento de una silla, pasos...los cantos…
Me dediqué un rato enorme a escuchar los cantos. Escucharlos…”verlos”…
Uno de los himnos se fue materializando: era una secuencia de escalones de un templo flotante, inmenso, lleno de luz, y al tiempo tomó la forma de un gigante plato volador…lleno de luces, desprendiendo chorros líquidos de luz.
La harmónica parecía un pájaro jugando, un arco iris danzante. Un animal que iba y venía gracioso, flotando frente a mí. El sonido tenía forma dorada, y parecía un pequeño dragón volador.
Capas de sonidos que llegaban unas tras otras, graciosas, amables y sobre todo luminosas.
Entonces la letra cantada cobró otro significado. Al principio estaba lejos de entender, ni siquiera me importaba mucho lo que decían, porque pensaba que era una guía especial para ellos, para el culto, pero de a poco me dí cuenta que sabían exactamente lo que estaba sucediendo, en una sintonía espeluznante con la experiencia. Yo estaba “por fuera” de lo más cristiano, pero aún en la abstracción, tanto cantar sobre estrellas, brillos, luces, astral…sentí que salí de mi cuerpo, y pasé a tener “cuatro ojos”. De nuevo parado frente a mí, flotando sobre mi cabeza, y un sentimiento enorme de compasión.
Llegó la última página del libro de los Hinarios, y en esa última estrofa, salí de la película sincrónicamente.
No se me fue el efecto de la fuerza, la luz dominante y el mareo, pero la película principal terminó.
A partir de ese momento, los otros cantos que siguieron -aparentemente improvisando un orden- sonaban “fríos” y no me acompañaban. Hubiera preferido que la ceremonia terminase allí.
Salí a mear y de pronto me dí cuenta que me mareaba…y me desmayé. Caí duro sobre el pasto. Cuando despertaba, por primera vez en mi vida no sabía quién era ni dónde estaba. Ni idea. Traté desesperadamente de recordar mi identidad, cuál era mi vida diaria. Porque sabía que en algún lado estaba esa respuesta pero no podía verla ni sentirla. Sacudí mi cabeza, me golpeé con las manos, me rasqué para tratar de sacarme de arriba ese estado de no saber (me acuerdo el desagrado, la necesidad de querer recordar y no poder).
Sentí una voz que me dijo: mirá hacia arriba, las estrellas, y todo se va a aclarar.
Levanté la vista, y toda esa falta de saber se cayó como una tela en el piso.
Vomité y me vino una diarrea urgente.
Guzmán, el fiscal, me acompañó al baño. Estaba tranquilo con su atento cuidado.
Luego empecé a recuperarme…entré al salón y miré el cuadro en la pared, el que no podía identificar: era la Virgen María.
1 comentario:
Hay dos momentos del relato que me resultan familiares: los "turnos" de las visiones, como si uno estuviera atravesando paisajes de una geografía virtual, y una variante de tu experiencia en el desdoblamiento radical, según el cual era posible percibirme desde el punto de vista de otros participantes. Hace como un año que no voy a la igreja, como conjurando un posible compromiso mayor, pero también evadiendo el enfrentamiento con mi lado oscuro. Saludos, ubu@montevideo.com.uy
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