01 octubre 2012

La canción

La voz tiene un efecto inmediato en las personas, supongo que vinculado a lo más básico de nuestra comunicación, de nuestra naturaleza orgánica y de supervivencia. Ahora bien, el canto, aún sin letra, porta una significancia lúdica, de seducción de los sentidos, de despreocupación y conexión directa con el placer y el bienestar. No hay nada de urgencia ni peligro ahí. No hay necesidad, no hay que hacer nada. Significa solamente contemplar, y aún más. Como comentaba sobre la teoría de la “Música de las Esferas”, es obvio que estamos “conectados” a través de lo vibracional que altera nuestro cuerpo en niveles insospechados. Me es imposible descifrar o medir ese alcance, pero tengo la capacidad de sentirlo, como cualquiera. Cantando uno sincroniza con notas y tonos vinculados a esas emanaciones sonoras, a esas frecuencias que nos vibran. Y estamos solo hablando del sonido cantado con la voz. Hemos descubierto que provocando las vibraciones de cuerdas y pieles, golpeando elementos como las rocas (muy común entre los aborígenes de Australia o los Sufíes en el desierto, quienes tienen rocas consideradas especiales por su antigüedad y sonido único), y armonizando dichos sonidos, encontramos una sensación de plenitud incomparable. Sintonizados o no con el universo y sus planetas cantantes, con la mismísima Tierra que engendra sus cantos a través de ondas, como ha descubierto la Nasa recientemente, disfrutamos a pleno los efectos de hacer música.

Las letras en las canciones son mensajes, trasmisiones de quiénes somos y dónde estamos parados, pura expresión. Una canción también es un compendio de trucos que atrapan nuestra atención en varios niveles. Me gusta esa conjunción de sonoridad y mensaje, apariencia de “esculturas sonoras” que nos invitan a observar, discernir, encontrar…

Cuando elaborás una canción, se nota claramente que uno va manipulando los diferentes elementos, con conocimiento (o intento de conocimiento) de la reacción del oyente, del destinatario de la canción. Es casi como una receta de cocina…más de esto o de lo otro, te llevan para tal o cual resultado…

Pero hay un equilibrio exquisito en lo que se suma y se resta en la línea de tiempo que dura una canción. En todo lo que ocurre. Adoro ese desafío, esa búsqueda…

Cada canción es un planeta, un paisaje para recorrer, un momento de abstracción, y quizás hasta un sueño…

Al realizarla puedo sentirme como el mago que elabora un truco especial. Un tipo de ilusión particular. Conocés todos los detalles, por qué están ahí, que efecto van a tener. El oyente recibe el paquete completo y “cae” en el truco. Porque estás jugando con la atención del oyente. Me explico. Si colocás un ritmo (uno con djembé, por ejemplo, te sugeriría algo africano, pero si se conjuga con un sinte, empezaría a llevarte por otros lados…), el que oye se conecta con el pulso. En cuándo vuelve tal golpe de tambor, en la precisión de la ejecución, en el tipo de sonido…o sea, se internaliza en todo lo referente a ese ritmo (y al mismo tiempo empieza un viaje, un juego físico de sincronías. Determinadas frecuencias se conectan con ritmos cerebrales vinculados a distintos tipos de estados de ánimo). Pero si a ese ritmo de percusión se le suma otra cosa, y otra, y otra, la atención es manipulada, forzada a recorrer distintos focos…la persona se deja conducir, al mismo tiempo que refleja la consecuencia de su propio sentir. Por un lado entra en el camino de la influencia de las notas musicales, de los ritmos ejecutados, de lo que entra y sale, del mensaje, etc; y por otro engendra una reacción propia, un sentir único producto de su individualidad. Por más que haya mensajes y sintonías propias de una cultura, de los mensajes sociales propios de la época, hay un efecto sumamente personal y que difiere entre una persona y otra, condicionado por todo el bagaje cultural y experiencias de esa persona. Cambia en cada uno. Más o menos, pero cambia. Me gusta observar que es como el significado de los sueños. Me parece errado, por ejemplo, decir que si soñás con agua significa solo tal o cual cosa. Porque el agua tiene diferentes significados para cada persona, conjugado con el significado colectivo. Más allá de una concepción general y sapiencia del agua como elemento constitutivo de nuestro cuerpo, dador y conservador de vida, está la experiencia personal y los significados sumados. Si tu padre muere ahogado, soñar con agua va a tener una carga especial. Si tu padre estaba muriendo en un incendio, y justo lo salva un manguerazo de agua, otro será el significado. Y además, es un significado “mutante”, porque las experiencias de la vida vinculadas a ese elemento determinarán día a día la forma de ese significado. Más si tenemos en cuenta que cuando soñamos, nos estamos enviando/mostrando elementos que nos preocupan, que están en nuestra atención en un momento de nuestra historia. Es un proceso de cambios que incorporan, sumando y restando.

No nos importa develar qué hay detrás de una canción. Consumimos la canción, queremos “su” instante. Nos trasmite, nos mueve. Y más allá de querer volver a escucharla en el momento o años después, queremos escuchar más canciones. Empaparnos de nuevas formas y lenguajes, incorporando sensaciones, sentimientos, mensajes…creciendo con ellas.

(1 de octubre, 2012).



Trascripción del artículo sobre "Música de las Esferas", del 3 de setiembre de 2007:

Este es un mundo sonoro.

La cuestión sobre sonar y absorber sonidos, convivir con ellos por dentro y fuera, forma parte de nuestra naturaleza.

Resulta difícil contemplar el hecho de ser radar y señal emitida. Pero es fácil vivirlo, porque eso somos.

Esa simultaneidad de vibrar y ser vibrado, en fin, abre puertas. Conduce a una cadena de respuestas y futuras cuestiones.

¿Por qué buscamos con tanto énfasis hacer y escuchar música?

Ese orden de sonidos que amalgamamos para nuestro placer, tiene su misterio. El por qué elegimos ciertas notas y tiempos, el modo en que se presentan las vibraciones elegidas, los golpes, cada cuánto tiempo suena tal o cual instrumento -generador de sonido-. Cuál combinación nos emociona o nos exalta.

“Tocar música es conciliar nuestra totalidad en un instrumento, que no es sino el amplificador de nuestros mensajes”, dice el músico Carlos Fregtman en su libro “El Tao de la Música”.

Entonces ¿qué son esos mensajes y por qué precisan ser entonados?

Podemos imaginar que funcionamos como equipo, trasmitiendo información a través de todas las formas de comunicación que manejamos. Si existe la evolución, o al menos la idea de que el ser humano busca la mejor adaptación al medio en que vive, debemos considerar la posibilidad de que somos como un solo cuerpo actualizándonos, haciendo un update continuo de nuestro software interno, creado y compartido entre todos. Lo que sucede en nuestro entorno nos influye y repercute en nuestras manifestaciones.

Respecto a la historia de la música, basta un vistazo para corroborar que con el paso del tiempo hemos volcado distintos “paquetes” de combinaciones sonoras que encajan temporalmente con una identidad cultural. Sin darnos cuenta, investigamos a partir de la vivencia sonora. Cada época y su manantial de estilos musicales va dejando esquelas que otros coterráneos van rumiando, tomando y descartando, conformando la personalidad de un ser que alimenta genes con su información.

La forma en la que se expresa un sentimiento colectivo trasmite códigos de comportamiento sobre qué es lo que funciona, a dónde debemos acercarnos, qué preguntas conviene hacer. Inclusive, vaticina cuál puede ser nuestro próximo paso.

Si, todo eso a través de la música.

“La música y la danza son considerados, tanto por los poetas y profetas de la antigüedad, como por los científicos y físicos modernos, una manifestación de la energía dinámica universal. Los mitos del hombre hablan de la creación del mundo como una danza de Dios. Siva Natarajak, Señor de la Danza, envía palpitantes ondas de sonido a través de la materia, sacudiéndola del letargo hacia la vida. La música y el movimiento, como expresiones orgánicas del ser humano, se encuentran tan enraizados y entrelazados, que es difícil situar el límite entre ambos, si es que existe. Todas las cosas son agregados de átomos que danzan y por sus movimientos producen sonidos. Cuando cambia el ritmo de la danza, cambia el sonido que ésta produce; y a la inversa: la pulsación sonora afecta por sí sola los procesos de movimiento que la circundan. Cada átomo eleva perpetuamente su propio canto, y a cada momento crea formas densas y sutiles. El sonido es movimiento en forma de energía. El movimiento genera un patrón sonoro y cada sonido genera un patrón de movimiento. Son indivisibles, interdependientes e inseparables.” (Carlos Fregtman. “El Tao de la Música”).

Digamos que al hablar de música como una manifestación de la “energía dinámica universal”, nos referimos a un hecho vibracional sonoro real.

Existen sonidos en el universo, y la pregunta es cuánto nos influyen, en qué medida reaccionamos a esas vibraciones.

“Un satélite de la Nasa ha confirmado la ancestral tradición de la música de las esferas, según la cual los cuerpos celestes emiten sonidos armónicos. Aunque la música de las esferas ha derivado primero en la noción de armonía universal y después en simetría, ahora se ha descubierto que la atmósfera del Sol emite realmente sonidos ultrasónicos y que interpreta una partitura formada por ondas que son aproximadamente 300 veces más graves que los tonos que pueda captar el oído humano

La música de las esferas ha apasionado desde siempre a los estudiosos del Universo. Para los pitagóricos, los tonos emitidos por los planetas dependían de las proporciones aritméticas de sus órbitas alrededor de la Tierra, de la misma forma que la longitud de las cuerdas de una lira determina sus tonos. Las esferas más cercanas producen tonos graves, que se agudizan a medida que la distancia aumenta.

Lo más hermoso era que, según ellos, los sonidos que producía cada esfera se combinaban con los sonidos de las demás esferas, produciendo una sincronía sonora especial: la llamada “música de las esferas”.

Para los pitagóricos, por tanto, el Universo manifiesta proporciones “justas”, establecidas por ritmos y números, que originan un canto armónico. El cosmos, a sus ojos, es por tanto un sistema en el que se integran las siete notas musicales con los siete cuerpos celestes conocidos entonces (el Sol, la Luna y los cinco planetas visibles). A estos planetas se añadían tres esferas suplementarias que alcanzaban el 10, el número perfecto.

La misma armonía celestial fue descrita por Platón cuando, en Epinomis, declaró que los astros ejecutan la mejor de todas las canciones. Cicerón también se refirió en el canto de Escipión a ese sonido tan intenso como agradable que llenaba los oídos de su héroe y que se originaba en las órbitas celestes, reguladas por intervalos desiguales que originaban diferentes sonidos armónicos.

La tradición que consideraba al Universo como un gran instrumento musical se prolonga durante la Edad Media y hasta el siglo XVII, en el que tanto Kircher (que hablaba de “la gran música del mundo”) como Fludd (que concebía un Universo monocorde en el que los diez registros melódicos evocados por los pitagóricos traducían la armonía de la creación), dejaron constancia de su vigencia.

Sin embargo, fue el astrónomo Kepler quien estableció que un astro emite un sonido que es más agudo tanto en cuanto su movimiento es más rápido, por lo que existen intervalos musicales bien definidos que están asociados a los diferentes planetas. Kepler postuló, en su obra Harmonices Mundi, que las velocidades angulares de cada planeta producían sonidos.

De hecho, Kepler llegó a componer seis melodías que se correspondían con los seis planetas del sistema solar conocidos hasta entonces. Al combinarse, estas melodías podían producir cuatro acordes distintos, siendo uno de ellos el acorde producido al inicio del universo, y otro de ellos el que sonaría a su término.” (archivos abril 2006, “Música de las esferas”)

¿Será que hay tremendo vínculo entre la música que hacemos y las emanaciones sonoras del sistema Solar? ¿Cuál es la incidencia que tendrá sobre nuestros gustos musicales?

Cuando una orquesta ejecuta una obra de música clásica, observamos que los distintos grupos de instrumentos se complementan cubriendo capas de sonido de diversas frecuencias. Por ejemplo, los violines cubren los agudos, las violas los medios y los cellos los graves. Si bien disfrutamos de la ejecución de un instrumento solista, suele afectarnos el impacto de la pared sonora conformada por varios instrumentos ejecutados simultáneamente. El arte de alternar elementos sonoros generados por vibraciones de cuerdas, soplos a través de caños de metal, golpes en pieles tensadas, etc, se corresponde con una búsqueda impulsada por el conocimiento de determinadas reacciones en el público. Específicamente en las sensaciones y emociones que provoca en cada persona.

¿Existe la posibilidad de que la exploración de frecuencias que realizamos tenga que ver con la necesidad de complementar dicha gama con las ondas sonoras que recibimos desde el espacio?

Quizás estemos buscando armonizar los sonidos que podemos generar con nuestros instrumentos y los infrasonidos que llegan desde afuera.

Puede ser que sentir satisfacción a través de la música mantenga una estrecha relación con empaparse de un gran espectro de sonidos, gozando de una alianza invisible entre los tonos que emitimos y los que genera la naturaleza.

Vivimos insertos en un concierto: nuestro corazón palpita con su ritmo en el pecho mientras los fluidos se acomodan al pulso de nuestro respirar. Cuando caminamos nuestros pasos percuten la Tierra que nos hospeda. Este planeta también gorgojea y se mueve en una gran coordinación celestial mientras vamos recorriendo un espacio habitado por ondas sonoras que nos abrazan.

“Tanto en Mozart como en Beethoven se advierten observancias matemáticas similares a las de Bach y hay evidencias de que ambos compositores tenían presente en su obra una suerte de numerología “mágica”, en parte derivada de los rituales francmasónicos. Ese tipo de especulación floreció en el Siglo de las Luces francés: teorías como las de Pere Castel (1688-1755), que recuperó la vieja doctrina de la música de las esferas y procuró investigar las relaciones entre las series armónicas audibles y el espectro solar visible, atrajeron a los filósofos racionalistas, tal vez porque la Iglesia las consideraba una herejía.Antoine Fabre-d’Olivier (1767-1825) estimó que la música no era un arte de ritmos y sonidos, sino un código empírico que permitía leer el orden cósmico. Dio a los planetas correspondencias tonales -el do caracterizaba a Venus, el sí al maléfico Saturno- y construyó un esquema astrológicomusical que permitiría revelar la impronta celestial en los asuntos humanos.

Es improbable que Beethoven haya leído a los ¿musicólogos? franceses, pero él también creía que “se necesita un ritmo del espíritu para asir la esencia de la música: porque la música nos concede el atisbo de sentimientos celestiales”, escribió a la escritora alemana Bettina Brentano. Y más: “La semilla necesita de la tierra húmeda, eléctrica, cálida, para germinar, para expresarse. La música es la tierra eléctrica en que el espíritu florece, vive, inventa. Cada pensamiento musical está íntimamente, indivisiblemente, relacionado con la armonía total, que es la Unidad. Todo lo que es eléctrico estimula en la mente la creación fluida, anhelante, musical. Yo soy eléctrico por naturaleza”. (archivos mayo 2006, “Electricidades”, Gelman).

“Del mismo modo que el músico busca la expresión musical, la música del universo busca ser expresada” (Marlo Morgan. “Las Voces del Desierto”).

(Publicado en este blog, 3 de setiembre de 2007)




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1 comentario:

Alejandro Aguerre dijo...

Gracias a Elena por compartir. Esta nota surgió como una repuesta para ella.